martes, 12 de junio de 2012

Las valoraciones y la Ley del Suelo


La aprobación de la vigente Ley del Suelo, y su reciente refundición por obra del Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio, por el que se aprueba el Texto Refundido de la misma Ley; debería ser una magnífica noticia para todos aquéllos a los que nos gustaría un poco de orden y mayor sistemática en la normativa sobre urbanismo y ordenación del territorio. Ello viene impuesto por las paradigmáticas sentencias del Tribunal Constitucional 61/1997 y 164/2001, que configuraron el marco de la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas en la materia.
Sin embargo, una cuestión no muy conocida por el gran público del contenido de esta Ley, es la nueva regulación que se establece de la valoración del suelo, que debe ser objeto de un análisis diferenciado o por lo menos merece una reflexión en voz alta, en función de su alcance y de los fines que la norma persigue.
En efecto, la nueva Ley estatal únicamente distingue a efectos de la valoración del suelo, entre suelo urbano y rústico. Pese a lo que pudiera parecer, la nueva norma pretende apartarse de los tradicionales criterios de valoración en función de la clasificación urbanística del suelo (urbano, rústico, urbanizable), limitándose al establecimiento de criterios objetivos “no urbanísticos”, más acorde con las competencias estatales en la materia.
A este respecto, la nueva legislación estatal establece criterios de valoración que se basan únicamente en la situación efectiva del suelo, ignorando las denominadas expectativas urbanísticas al objeto de la valoración del suelo. Ello supone que el suelo, a efectos de expropiación por ejemplo, ya no será valorado según la clasificación urbanística de que disfrutase, sino por la situación en que se encuentre.
Pues bien, se dará la situación de que un propietario que sea titular de una parcela de suelo urbanizable de uso dotacional industrial que se encuentre en barbecho a la espera de urbanizar (bastante cotizada por cierto en el mercado inmobiliario), le corresponderá ser indemnizado únicamente por el valor que tal terreno tiene en su estado actual, atendiendo a  su carácter rústico, sin tener en cuenta ni valorar las legítimas expectativas urbanísticas de su propiedad.
A mayores, habrá que tener en cuenta las tremendas distorsiones que este nuevo criterio de valoración producirá en los balances de las empresas e instituciones que sean propietarias de terrenos clasificados como suelo urbanizable o como suelo urbano no consolidado, por cuanto tales activos deberán pasar a ser valorados de acuerdo con los nuevos criterios legales vigentes.
No entendemos bien cuál es el fin perseguido mediante la citada reforma legislativa. Nos parece loable intentar delimitar las competencias del Estado de acuerdo con la doctrina del Tribunal Constitucional, pero no que ello sea con cargo en los derechos de los ciudadanos. No obstante, tal vez no estemos más que ante una maniobra del Estado para abaratarse la compra de terrenos para sus propias actuaciones.
Sin embargo, no debe olvidarse que el artículo 33 de nuestra Constitución garantiza el derecho a la propiedad privada y a la herencia, disponiendo su apartado tercero, que nadie podrá ser privado de sus bienes o derechos sino mediante la correspondiente indemnización y por razones de utilidad pública o interés social. ¿Expropiar en estas condiciones no será inconstitucional?

Cristóbal Dobarro Gómez
Abogado

domingo, 3 de junio de 2012

Las actividades contaminantes y el derecho a la intimidad



La ausencia de un justo equilibrio entre el interés del bienestar económico del país y el disfrute efectivo por los particulares del derecho al respeto de su domicilio así como de su vida privada y familiar ha sido objeto de corrección de acuerdo con el Artículo 8.1. del Convenio de Roma de 4 de noviembre de 1950 para la protección de los Derechos Humanos (con la interpretación del mismo que emana de las Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de fecha 9 de diciembre de 1994, asunto López Ostra, de 21 de febrero de 1990 asunto Powell & Rayner, y de 19 de febrero de 1998 asunto Guerra y otros contra Italia); 18.1 y 2 de la Constitución española y 7 de la Ley 1/1982 de 5 de mayo, sobre Protección de Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen.

Así, la Sentencia del Tribunal Constitucional de 24 de mayo de 2001, establece que una exposición prolongada a unos determinados niveles de perturbación de la vida, que puedan objetivamente calificarse como evitables e insoportables, ha de merecer la protección dispensada al derecho fundamental a la intimidad personal y familiar en el ámbito domiciliario, en la medida en que tales menoscabos impidan o dificulten gravemente el libre desarrollo de la personalidad, siempre y cuando la lesión provenga de actos u omisiones de entes públicos a los que sea imputable la lesión producida.

La inviolabilidad del domicilio, como ámbito reservado para la intimidad personal y familiar por el Artículo 18 de la Constitución española, así como el libre desarrollo de la personalidad, consagrado por el Artículo 10 de la Norma Fundamental conducen a que la agresión a la vida privada se conciba, no sólo como una "publicatio" de lo que es particular, sino además como el ataque al derecho a desarrollar la vida privada sin perturbaciones e injerencias externas que sean evitables y no exista deber de soportar.

Nadie tiene el derecho a impedir la tranquilidad, seguridad, comodidad e higiene mínimas que exige el desempeño de la vida cotidiana. Por el contrario, existe un deber de los poderes públicos de garantizar el disfrute de este derecho, sobre todo cuando son ellos los causantes de que dichas condiciones se pongan en riesgo. Ello es particularmente exigible en el ámbito de aquellos derechos fundamentales, como el de la intimidad, cuya noción o determinación conceptual obliga a caracterizarlos desde la perspectiva de los actos concretos que inciden en su contenido o núcleo esencial.

Recapitulando: la protección a la intimidad no queda ya reducida a la evitación y proscripción de la divulgación de la vida privada o la penetración no autorizada en el ámbito en que se desarrolla la misma. Nuevas formas o nuevos procedimientos que, como las actividades potencialmente contaminantes, alteran gravemente la paz familiar y el entorno en que se desarrolla la vida íntima o privada constituyen manifestaciones de intromisión ilegítima frente a las cuales cabe y es obligada la tutela judicial, como se desprende de la Jurisprudencia del TEHD y del TC, quien toma en consideración el Artículo 10.2 de la Constitución española para atribuir a hechos enjuiciados de carácter análogo a los aquí tratados la condición de actos atentatorios a la intimidad

Cristóbal Dobarro Gómez
Socio-Director
Dobarro & Sanesteban Abogados

miércoles, 14 de marzo de 2012

LA PASIVIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN ANTE LA DENUNCIA ADMINISTRATIVA CAUCES PROCESALES PARA LA SATISFACCIÓN DEL DENUNCIANTE

por

Cristóbal Dobarro Gómez
Abogado especializado en Derecho Administrativo



El Derecho Administrativo, como disciplina histórica, se ha configurado sobre el eje que va desde la protección de los derechos individuales de los ciudadanos a la existencia de potestades exorbitantes por parte de la Administración. De este modo, el ordenamiento jurídico-público vigente, se caracteriza por una doble tendencia o dicotomía relativa al garantismo y a la necesaria intervención de los poderes públicos en la vida diaria.

Ante esta realidad, la doctrina administrativista ha ido configurando una serie de medidas crecientes de control a medida que se incrementaba la actividad administrativa. Así, ya no sólo resultan impugnables en vía administrativa los actos de la Administración o las disposiciones generales, sino que es posible la defensa de los derechos de los ciudadanos ante situaciones de inactividad o vía de hecho de las Administraciones Públicas.

Asimismo, la actual complejidad de los asuntos públicos, ha conferido mayor importancia a la participación de los ciudadanos, necesaria para el buen funcionamiento de las instituciones administrativas. Por ello, se han establecido medios de colaboración de los individuos y colectivos con el funcionamiento de los poderes públicos.


La denuncia administrativa


En concreto, una forma de colaboración de los ciudadanos con la Administración se encuentra en el ámbito del Derecho sancionador. Si bien es cierto que la competencia para el ejercicio del ius puniendi es exclusiva de los poderes públicos, también lo es que, todos los ciudadanos tienen el derecho y el deber de informar a los mismos, de las infracciones del ordenamiento jurídico de las que tuvieren conocimiento.

En el caso del Derecho Administrativo sancionador, cualquier ciudadano podrá denunciar cualquier hecho constitutivo de infracción administrativa ante la Administración competente, debido al interés público presente en la defensa del ordenamiento jurídico en general.

Ante la presentación de un escrito de denuncia administrativa, la Administración competente tiene la obligación de actuar. Sin embargo, la misma no está obligada a iniciar un procedimiento sancionador, ni mucho menos a imponer una sanción, pero sí lo está a tomar en consideración la puesta en conocimiento de unos hechos presuntamente constitutivos de infracción administrativa, y de obrar en consecuencia.

En este mismo sentido, se ha manifestado GÓMEZ PUENTE[1], que elocuentemente afirma que “si bien no puede afirmarse un genérico derecho al procedimiento en relación con la potestad cuyo ejercicio se pretende, sí cabe reconocer un derecho al trámite, al procedimiento preliminar, como garantía del administrado frente a la eventual inactividad de la Administración”.

No obstante, la elevada carga de trabajo y la propia dinámica actual de las Administraciones Públicas, implica que en ocasiones (más a menudo de lo deseado) la Administración no realice actividad alguna ante la presentación de una denuncia administrativa. No cabe duda de que tal comportamiento no se ajusta a Derecho, y contraviene las más básicas disposiciones del ordenamiento jurídico-administrativo.


La pasividad de la Administración

Frente a una denuncia interpuesta por un administrado, la Administración, en ocasiones, no realiza actuación alguna, por lo que se plantean cuáles serán las opciones que tendrá el administrado para hacer que se cumpla la legalidad administrativa.

A este respecto, el ordenamiento jurídico-administrativo ha previsto una institución que garantice los derechos de los administrados ante la inactividad de la administración durante la tramitación de procedimientos administrativos; el silencio administrativo. El mismo supone que ante la falta de resolución expresa en un procedimiento administrativo, éste se entenderá resuelto ope legis de manera presunta, ya sea en sentido afirmativo o negativo, en función de una serie de supuestos previstos en la ley.

Sin embargo, la institución del silencio no se extiende a aquellos supuestos en los que existe pasividad de la Administración sin que medie un procedimiento administrativo. Para solventar esta dificultad, la doctrina y la reciente legislación ha defendido la impugnabilidad de la inactividad administrativa ante los tribunales de justicia. En este sentido, el artículo 29 de la vigente Ley de la Jurisdicción contencioso-Administrativa establece que “Cuando la Administración, en virtud de una disposición general que no precise de actos de aplicación o en virtud de un acto, contrato o convenio administrativo, esté obligada a realizar una prestación concreta a favor de una o varias personas determinadas, quienes tuvieran derecho a ella pueden reclamar de la Administración el cumplimiento de dicha obligación. Si en el plazo de tres meses desde la fecha de la reclamación, la Administración no hubiera dado cumplimiento a lo solicitado o no hubiera llegado a un acuerdo con los interesados, éstos pueden deducir recurso contencioso-administrativo contra la inactividad de la Administración”.

Por tanto, el administrado podrá solicitar la tutela judicial de los jueces y tribunales del orden contencioso-administrativo, sólo en los casos descritos en el citado artículo 29, y no en cualquier supuesto de inactividad de las Administraciones Públicas.



La pasividad administrativa y el derecho sancionador


Pues bien, en el caso que nos ocupa, esto es, en materia de Derecho Administrativo sancionador, el administrado al interponer una denuncia dirigida a la Administración pone en conocimiento de ésta la existencia de hechos a su juicio constitutivos de infracción administrativa.

Ante la presentación de una denuncia administrativa la Administración tiene la obligación de actuar, ya que según el artículo 11.2 in fine del Reglamento del procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora, “Cuando se haya presentado una denuncia, se deberá comunicar al denunciante la iniciación o no del procedimiento cuando la denuncia vaya acompañada de una solicitud de iniciación”.

Evidentemente, la actividad a que viene obligada la Administración competente no se limita a la comunicación referida en el último precepto transcrito, sino que se completa con la realización de las actividades de instrucción pertinentes para constatar la existencia de indicios de la existencia de una infracción administrativa, a fin de la posible iniciación de un procedimiento sancionador.

No obstante, la ausencia de esta actividad debida no parece que pueda entenderse como inactividad material impugnable en virtud del citado artículo 29 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, por cuanto este precepto se refería a la inactividad en relación con “una prestación concreta a favor de una o varias personas determinadas”.

A este respecto, se manifiesta la reciente y aclaratoria Sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 18 de febrero de 2005, al afirmar que “en los casos en que la disposición que impone la obligación exija un acto de aplicación, no cabrá el recurso contencioso-administrativo contra la inactividad material de la Administración, pero ello no significa que los titulares de un derecho o de un interés legítimo en que se dicte dicho acto carezcan de legitimación para recabar la correspondiente tutela judicial. En estos supuestos cabe convertir la inactividad material de la Administración en actividad formal, mediante la formulación a aquélla de una solicitud de que decida dictar el acto aplicativo exigido por la disposición general, solicitud que dará lugar a un acto administrativo expreso o presunto de contenido estimatorio o desestimatorio de la solicitud, frente al que cabrá el correspondiente recurso”.

Por tanto, la pasividad de la Administración competente para la iniciación de un procedimiento sancionador, ante la presentación de una denuncia administrativa no resulta impugnable según lo dispuesto en el artículo 29 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. En consecuencia, para entender esta falta de actuación como actividad administrativa impugnable, sólo nos quedaría, de acuerdo con la jurisprudencia referida, el entender que la misma constituye un supuesto de silencio administrativo.

A este respecto, el artículo 11.1 del citado Reglamento del procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora dispone que “Los procedimientos sancionadores se iniciarán siempre de oficio, por acuerdo del órgano competente, bien por propia iniciativa o como consecuencia de orden superior, petición razonada de otros órganos o denuncia”. En consecuencia, el procedimiento administrativo sancionador no se debe entender iniciado mediante la formulación de la denuncia, sino a través de la adopción del correspondiente acuerdo de iniciación por el órgano administrativo competente. Por tanto, no se puede entender que exista silencio administrativo en relación con el procedimiento sancionador, por cuanto mediante la mera interposición de la denuncia, no se puede entender iniciado el referido procedimiento.

Sin embargo, y en cumplimiento de los principios de legalidad e interdicción de la arbitrariedad, resulta necesario que la pasividad administrativa en este supuesto resulte impugnable ante los juzgados y tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo. A este respecto, consideramos que la interposición de la denuncia, supone la iniciación de un procedimiento administrativo, de carácter previo, cuyo contenido se resume en la solicitud del administrado para que la Administración realice las actividades de instrucción pertinentes para, en su caso, acordar la iniciación de un procedimiento administrativo sancionador. Esta misma interpretación mantiene GOMEZ PUENTE[2], al afirmar que “la denuncia, si bien no da necesariamente derecho a la incoación de un procedimiento sancionador, sí que da derecho a una resolución administrativa al respecto, en la medida en que expresa o implícitamente contiene una solicitud en dicho sentido”.

En consecuencia, si bien la denuncia administrativa no supone la incoación de un procedimiento administrativo sancionador, por iniciarse éstos únicamente de oficio; sí que implica la iniciación de un procedimiento en el que se solicita que la Administración actúe, llevando a cabo los actos de instrucción necesarios para acordar si procede la iniciación de un procedimiento administrativo sancionador.

Así, este procedimiento previo iniciado por la solicitud del administrado, ha de resolverse en el sentido de acordar la iniciación del procedimiento sancionador o el archivo de las actuaciones. En el caso de que la Administración no resolviese de manera expresa en sentido alguno, entraría en juego la institución jurídica del silencio administrativo.

A este respecto, resultaría de aplicación lo dispuesto en el artículo 43 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, en relación con la falta de resolución expresa en procedimientos iniciados a solicitud del interesado. Si bien en este caso, al tratarse de un procedimiento meramente instrumental, el sentido positivo o negativo del silencio carece de importancia alguna, sí debe apreciarse el hecho de que esta resolución presunta del procedimiento servirá como título legitimador para la interposición, en su caso, del recurso contencioso-administrativo correspondiente.

En este supuesto, la actividad administrativa impugnable sería la resolución por silencio administrativo del procedimiento iniciado mediante la denuncia administrativa, a fin de que realizasen los actos de instrucción pertinentes para determinar la procedencia o improcedencia de la iniciación de un procedimiento sancionador. Al no existir una regulación específica de este procedimiento en el Reglamento del procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora, le resultará aplicable el plazo genérico de caducidad de tres meses, establecido en el artículo 42.3 de la Ley 30/1992, al disponer que “Cuando las normas reguladoras de los procedimientos no fijen el plazo máximo (para resolver el procedimiento), éste será de tres meses ”.

No obstante, ha de tenerse en cuenta de que el expuesto criterio de considerar la denuncia como iniciadora de un procedimiento previo de carácter instrumental no es la interpretación seguida mayoritariamente por la jurisprudencia de instancia, por cuanto usualmente los órganos jurisdiccionales estiman que en relación con la denuncia habrá de transcurrir el plazo de seis meses, correspondiente a la caducidad del expediente sancionador, para la producción del acto presunto, y en consecuencia la posibilidad de interponer recurso contencioso-administrativo en tiempo y forma.


La extensión de la jurisdicción contencioso-administrativa


Por otra parte, y en relación con la presente cuestión, habría que estar a la extensión de la jurisdicción contencioso-administrativa, en relación a si cabría la sustitución por parte del órgano jurisdiccional a quo de las debidas actuaciones de la Administración cuya pasividad se impugna, llegando la misma sentencia a declarar la existencia de una infracción administrativa y la correlativa imposición de una sanción.

No cabe duda, de que en el caso de un expediente administrativo sancionador nos encontramos ante un procedimiento de carácter reglado, por lo que no hay lugar para la discrecionalidad de la Administración actuante, que ha simplemente de verificar los hechos y encajarlos en el tipo sancionador que corresponda. En este sentido, parece que sí cabría la sustitución por parte del juzgador de la actividad administrativa, en orden a que si del procedimiento judicial resulta probada la comisión de la infracción que corresponda, la misma sentencia declararía la existencia de tal infracción e impondría la sanción correspondiente.

Sin embargo, en relación con la cuestión se imbrican las dificultades asociadas al necesario cumplimiento de las garantías procedimentales en el derecho sancionador, y en particular del derecho de defensa y del principio contradictorio que habrá de regir el procedimiento. A este respecto, y si bien es cierto que el propio procedimiento contencioso-administrativo permite el personamiento del denunciado, habilitándole así para fundamentar su defensa técnica, también lo es que no nos encontramos ante un procedimiento sancionador strictu sensu, sino a un procedimiento revisor en sede jurisdiccional en relación con la ausencia de actividad por parte de la Administración competente; así como que el denunciado no tiene obligación de personarse en tal procedimiento, sino la opción de hacerlo en condición de coadyuvante de la Administración demandada.

A mayor abundamiento, nos encontramos con la vacilante jurisprudencia al respecto de la jurisprudencia de primera instancia, que no ha acabado de perfilar un criterio unívoco al respecto. Así, en la actualidad, la interposición de un recurso contencioso-administrativo frente al silencio de la Administración relativo a la formulación de una denuncia administrativa, puede concluir, en el caso de que en el procedimiento constasen suficientes evidencias de la comisión de una infracción, con la condena a la Administración competente de tramitar el procedimiento sancionador en un determinado plazo, o bien mediante la directa declaración de la comisión de la infracción y la correlativa imposición de sanción.


Conclusiones

A la luz de lo expuesto, la inactividad de la Administración frente a la presentación de una denuncia administrativa constituirá un acto presunto originado por el transcurso del plazo de silencio establecido legalmente. Frente al mismo podrá interponerse recurso contencioso-administrativo, una vez transcurrido el plazo máximo de resolución para el procedimiento correspondiente.

Dado que en ningún caso nos encontraríamos ante un procedimiento sancionador, que únicamente se podría iniciar de oficio por la propia Administración, sino ante un procedimiento instrumental de carácter previo, cuyo contenido sería el de solicitar a la Administración que realizase las actividades comprobatorias pertinentes a fin de resolver sobre la iniciación del procedimiento sancionador correspondiente; el plazo máximo de resolución sería el genérico de 3 meses establecido en el artículo 42.3 de la Ley 30/1992, en ausencia de otro plazo específico en la legislación en materia de Derecho Administrativo sancionador.

Sin embargo, la mayoría de la justicia de instancia se decanta por la exigencia de un plazo de seis meses (correspondiente al procedimiento sancionador) para la producción del acto presunto, y por tanto, para la interposición del recurso contencioso-administrativo.

En consecuencia, una vez formulada una denuncia administrativa, y en el caso de que la Administración no actuase, podría interponerse un recurso contencioso-administrativo frente a la resolución presunta del procedimiento, producida por el transcurso del plazo máximo de resolución de tres, o bien de seis meses, según por qué postura doctrinal se optase (!!!), para que la Administración decidiera sobre la pertinencia de la incoación del correspondiente procedimiento sancionador.

Otra cuestión diferente resultará la extensión del fallo del virtual procedimiento contencioso-administrativo, por cuanto no existe un criterio unánime respecto de la compleción de la actividad administrativa por parte del órgano jurisdiccional, por cuanto la sentencia podría determinar o bien la condena de la Administración a tramitar el expediente sancionador, o bien en la imposición directa de la sanción y medidas reparadoras por parte del órgano jurisdiccional (!!!).

Por todo lo expuesto, y a la vista de la incerteza presente en los diversos cauces procesales pertinentes para la satisfacción de las pretensiones del denunciante en relación con un procedimiento administrativo sancionador, urge la adopción de criterios jurisprudenciales uniformes al respecto, por cuanto la falta de un criterio unívoco implica una total ausencia de seguridad jurídica en perjuicio de los intereses del denunciante.








[1] GÓMEZ PUENTE, M., La Inactividad de la Administración, ARANZADI, Pamplona, 1997, pág. 402.
[2] GOMEZ PUENTE, M. Op. Cit.

viernes, 20 de enero de 2012

El urbanismo rimbombante

*Publicado en el Diario de Ferrol, 2010.

En los últimos tiempos, parece que la fuerza de las palabras puede con la fuerza de los hechos. Así, el esfuerzo por comunicar y trasladar a los ciudadanos atractivas políticas y actuaciones públicas, dejan habitualmente en un segundo plano la realidad de la gestión diaria.
Sin embargo, tal estrategia puede ser un arma de doble filo, especialmente cuando la realidad de las cosas sea tan palmaria y grotesca que los ciudadanos acaben llegando a la conclusión que ese esfuerzo comunicador de los poderes públicos no es más que una burda tomadura de pelo.
Parece que este es el caso de algunos de los últimos proyectos del Área de Urbanismo del Concello de Ferrol. Así, se anunció profusamente que las obras de rehabilitación y humanización de las Carreteras de Castilla y Catabois, supondrían la construcción de sendos bulevares. Ante tal perspectiva, estoy seguro que todos los ciudadanos estábamos expectantes. La realidad es que el afamado bulevar, se trata de la misma calle con unas aceras algo más anchas y algún que otro árbol y mobiliario urbano. Primera decepción.
En segundo lugar, se anunció que en la primera manzana de la calle de la Iglesia, en su intersección con la cuesta de Mella, se emplazaría una lanzadera para dar servicio a los autobuses urbanos. Mi sorpresa llegó cuando tal lanzadera, no era más que un espacio pintado de color amarillo en la referida manzana. Segunda decepción.
Por otra parte, se comenzó a hablar a las obras que con cargo al célebre Plan E, se iban a llevar a cabo en la parada de autobús situada delante de las oficinas principales de Correos, estableciendo allí un Intercambiador. Deseoso de conocer la naturaleza de tan novedoso proyecto, seguí con atención las obras, descubriendo que el célebre intercambiador no era mucho más que una marquesina de autobuses algo más grande de lo habitual. Tercera decepción.
Por último, ha habido un proyecto largamente anunciado, y que atendiendo a su nombre, superaba a cualquier otro en legítimas expectativas de los ciudadanos. Me estoy refiriendo al proyecto de convertir las manzanas del Barrio de la Magdalena en supermanzanas. Visto el resultado, parece que hablar de supermanzanas  por el hecho de poner unos bancos de dudoso gusto y unos maceteros, parece algo pretencioso, aún cuando para el gusto de alguno, podamos estar ante superbancos o supermaceteros. Cuarta decepción.
Atendiendo a los resultados, creo que los ciudadanos debemos preguntarnos si es necesario que nos vendan con tanta vehemencia, que se construyan aceras más anchas, se amplíen las marquesinas o se doten nuestras calles con mobiliario urbano. Lo que debería ser lo habitual, se nos vende como grandes logros y bajo llamativas etiquetas, y tal vez deberíamos preguntarnos el por qué de tal actuación. Decepción acumulada.

Cristóbal Dobarro Gómez
Abogado.

martes, 10 de enero de 2012

Las asociaciones de vecinos y la democracia directa

Como decía Alexis de Tocqueville, “la fortaleza del Estado no se encuentra en los resortes de su poder, sino en la voluntad de sus ciudadanos”. Esta afirmación resulta hoy más que nunca certera, atendiendo a las transformaciones que se han producido tanto en el Estado como en la propia sociedad que le da sustento. En efecto, el auge de la llamada sociedad civil, se ha venido sucediendo junto con la consolidación de un modelo democrático de masas, en el que la participación formal de los ciudadanos en los poderes públicos se limita, en muchos casos, al ejercicio de su derecho al voto.

Ante esta realidad, las asociaciones y grupos de representación de los colectivos sociales han formado el llamado, por Manuel García Pelayo, “segundo círculo de poder”; por cuanto sin participar directamente en la adopción de las políticas y decisiones públicas, sí las orientan y condicionan, convirtiéndose en un referente fundamental para el buen funcionamiento de las instituciones públicas.

En el contexto de las Administraciones Públicas territoriales más cercanas al ciudadano; esto es, las Administraciones autonómica y local; este segundo círculo de poder se encuentra formado, en gran medida, por las Asociaciones de vecinos. Las mismas permiten aglutinar los intereses de los ciudadanos, sirviendo como perfecto indicador de las necesidades e intereses de la población para las Administraciones Públicas.

En concreto, el movimiento vecinal proporciona una mediación entre las fuerzas sociales y las instituciones públicas más eficaz que la que podrían proporcionarles los canales estrictamente jurídicos o las formas más laxas de relación; establece un área más funcional que las de las propias instituciones para ventilar cuestiones atendiendo a la objetividad de los problemas planteados, ya que pretende dejar al margen las cuestiones ideológicas; y constituye un procedimiento más adecuado al entendimiento, ya que la gente entiende mejor en la solución de problemas concretos que respecto de la solución de grandes fines y objetivos.

Asimismo, las asociaciones de vecinos tienen la posibilidad de servir como hilo conductor para que, por mediación de las Administraciones Públicas, sus acuerdos, inquietudes y convicciones resulten trasladables a la sociedad, mediante su posible transformación en actos administrativos, por tanto jurídicamente vinculantes.

Por ello, debe reconocerse a las Asociaciones de Vecinos un papel esencial en el desarrollo del actual modelo democrático, dado que configuran medios adecuados para reforzar la llamada “democracia directa”, así como la participación activa de los ciudadanos en los asuntos públicos.

En consecuencia, valgan estas líneas para reconocer la capital importancia que tienen hoy las asociaciones de vecinos, valorando igualmente el esfuerzo que día a día están llevando a cabo todas aquellas personas que, desinteresadamente, dedican su tiempo al asociacionismo vecinal, por cuanto tal dedicación servirá sin duda para profundizar y avanzar en el sentido democrático de la sociedad actual.

En cualquier caso, lo expuesto tiene especial relevancia en una tierra como la nuestra, por cuanto en Galicia lo comunal y lo colectivo cobran una importancia que sólo se puede entender desde el sentimiento de la tierra como propia y de cada uno como propio de la tierra.

martes, 3 de enero de 2012

El arbitraje institucional como método de resolución de conflictos en el Derecho Administrativo

*Artículo de Cristóbal Dobarro Gómez, en Actualidad Administrativa.

Decía Séneca, que “nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”. Parece que o bien los problemas cotidianos en la época clásica  se parecían bastante a los actuales, o bien que el filósofo de origen hispano tenía una proverbial habilidad para los augurios; porque ninguna cita podría aplicarse mejor al estado actual de la justicia administrativa.

En efecto, como ha denunciado con particular acierto el maestro García de Enterría , nos encontramos con una Justicia administrativa que viene marcada por las desproporcionadas demoras, por la relativa falta de preparación técnica de alguno de sus integrantes y por la muchas veces desesperante imposibilidad de ejecución de las resoluciones judiciales ante las prolongadas demoras sufridas.

A este mismo respecto, el Tribunal Constitucional , ha reconocido que los notorios retrasos en la tramitación de los procedimientos judiciales suponen una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, consagrado en el artículo 24 de la Constitución Española, en su vertiente relativa al derecho a un proceso sin dilaciones indebidas.

Por otra parte, hemos de tener en cuenta que la creciente intervención de la Administración Pública en la vida social y económica de los ciudadanos, y la creciente regulación de diversos y nuevos sectores por normas de Derecho Público, hacen que las cuestiones sometidas a la jurisdicción contencioso-administrativa tengan una importancia relativa cada vez más destacada.

Pues bien, dentro de este contexto, no es de extrañar que se venga produciendo desde hace un tiempo una cierta querencia a la búsqueda de soluciones, que permitan reducir la ingente carga de trabajo que recae en la actualidad sobre los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa. Entre otros, uno de los métodos que va ganando mayor apoyo entre los profesionales de la justicia y la doctrina autorizada, son los denominados métodos alternativos de resolución de conflictos (o en su acrónimo inglés, ADR).


Los ADR

El origen de los métodos alternativos de resolución de disputas, tiene su origen en la época antigua, por cuanto se sabe que en el antiguo Egipto se conocía una suerte de mediación, así como la existencia de ADRs en la Grecia clásica y por supuesto en el Derecho Romano. Precisamente en Roma, el arbitraje tuvo una gran importancia, sobre la base de la distinción entre la iurisdictio, basada en el poder efectivo, en la potestas pública, y la función arbitral, iudicem, con base en la auctoritas del jurisconsulto encargado de resolver la controversia.

Ya no en épocas tan remotas, en zonas como China, La India o Pakistán se reconocen formas de ADR, basadas siempre en la autoridad moral de los árbitros o mediadores, que en su calidad de hombres buenos, tenían la confianza de las partes para resolver los conflictos que les fueran sometidos. Especialmente llamativo es el caso de Islandia, en la que un mediador conocido como Burnt Njal llegó a causar una guerra civil en el siglo XIII, ocasionada por la elevada influencia que éste llegó a ostentar con respecto de la jurisdicción señorial.

Con el advenimiento del Estado moderno, el Absolutismo adquiere como una de sus prerrogativas la exclusividad de jurisdicción, por lo que los ADR pasan a prácticamente desaparecer. La Administración del Estado de Derecho hereda estas prerrogativas en exclusividad a través de la Revolución Francesa .

Sin embargo, el propio origen de la Administración contemporánea, implicó la separación de poderes, dada la desconfianza que existía respecto de cada uno de los poderes del Estado. Esta desconfianza inicial, unida a la necesidad de una cada vez mayor eficiencia de los métodos de resolución de conflictos, en el mundo contemporáneo, ha hecho que los ADR hayan ido ganando prestigio en detrimento de la vía judicial ordinaria.


Tipos de ADR

Al respecto de las diferentes tipos de ADR existentes en la actualidad, podemos citar la negociación, la mediación, la conciliación y el arbitraje; siendo este último el único ADR de naturaleza heterocompositiva, es decir, que aparta la adopción de la resolución de la controversia del poder de directa disposición de las partes.

Así, podemos definir el arbitraje como el sistema vinculante, heterocompositivo y voluntario alternativo al procedimiento ante los tribunales ordinarios, sobre materias de libre disposición. En efecto, el arbitraje es un ADR que únicamente puede aplicarse en relación con aquellas materias sobre las que las partes tengan capacidad de disposición, o aquellas que una disposición con rango de Ley así lo prevea.

Por otra parte, el arbitraje tiene carácter voluntario. Es por propia decisión de las partes de una relación jurídica por lo que deciden someter una determinada controversia a arbitraje. Tal decisión de las partes podrá adoptarse a través de la inclusión de una cláusula de sometimiento a arbitraje en el contrato o documento que regule la relación jurídica, o bien mediante un convenio arbitral ad hoc por el que las partes decidan someter una determinada cuestión a arbitraje.

Otro de los rasgos esenciales del arbitraje, y que como hemos puesto de manifiesto, lo diferencia de los restantes ADR, es su carácter heterocompositivo. Es decir, una vez que las partes optan por que una controversia sea resuelta mediante un arbitraje, la decisión final (laudo) quede fuera de la disposición de las partes, sino que es un tercero imparcial (árbitro) el que resuelve definitivamente tal conflicto entre las partes.

Por último, decir que el arbitraje ha de tener el carácter de vinculante. Una vez dictado el laudo arbitral, el mismo tiene carácter ejecutivo y provoca el efecto de la cosa juzgada del mismo modo que una resolución judicial. Es cierto que en ocasiones se ha hablado de ciertos arbitrajes no vinculantes, pero en mi opinión, un arbitraje que no sea vinculante, no sería un verdadero arbitraje sino que debería entenderse simplemente como una opinión o dictamen de un tercero imparcial.

La institución arbitral se encuentra regulada en el Derecho español a través de la vigente Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje. En estos momentos se encuentra en fase de tramitación parlamentaria un proyecto de Ley de modificación de la Ley vigente, incluyendo determinadas disposiciones al objeto de fomentar la institución arbitral y darle mayor virtualidad práctica. En breve veremos si se cumplen tales objetivos.

Por último, comentar que el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de manifestarse acerca de la constitucionalidad de la institución arbitral. De la dicción literal del artículo 117 de la Constitución, que en su apartado 3, establece que “El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las Leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan”; algunos pretendieron ver una presunta inconstitucionalidad del Arbitraje.

Sin embargo, el Tribunal Constitucional , ha puesto de manifiesto que la institución arbitral es acorde a la Constitución Española, porque no supone una detracción de las potestades reservadas al Poder judicial, sino que son una expresión de la autonomía de la voluntad de las partes en aquellas materias de libre disposición.


El arbitraje y las Administraciones Públicas


Cuando nos referimos a la institución del arbitraje en el ámbito de la actividad de las Administraciones Públicas, podemos referirnos a diferentes supuestos; a la llamada actividad arbitral de la Administración, la finalización de los procedimientos administrativos por órganos arbitrales o cuasiarbitrales, y por último, el sometimiento de la Administración al arbitraje en el sentido estricto del término.

En primer lugar, la llamada por PARADA VÁZQUEZ , actividad arbitral de la Administración. Dentro de esta categoría se encuentra todas las actuaciones administrativas en las que un determinado órgano de la Administración actúa en calidad de árbitro resolviendo controversias que se produzcan entre los administrados. Tal sería el caso de las juntas arbitrales de transportes, o de consumo, entre otras. El proyecto de Ley de modificación de la Ley de arbitraje incluye la creación de una Comisión delegada de resolución de controversias administrativas, que tendría una misión análoga a la descrita.

Por otra parte, estarían aquellos supuestos en os que ciertos órganos administrativos ejercen funciones arbitrales o cuasiarbitrales como parte de la resolución de la vía administrativa. Tal sería el caso de los Jurados de Expropiación Forzosa, los Tribunales Económico-Administrativos, así como el caso del arbitraje establecido en el artículo 107.2 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (en adelante, LRJPAC).

Algún sector doctrinal, así TRAYTER , ha conceptuado esta actividad administrativa como una verdadera clase de arbitraje, aunque carente de algunos de sus elementos caracterizadores; interpretación que no puedo compartir, por cuanto entiendo que en este método de resolución de conflictos no se dan todos los elementos que caracterizan el arbitraje, como son la voluntariedad y en particular la heterocomposición, sin los cuáles me parece muy aventurado poder admitir que nos encontramos ante un arbitraje. En efecto, por ser una instancia más de la correspondiente vía administrativa, el sometimiento a los mismos no es voluntario, y la resolución de la controversia sería adoptada por un órgano que aunque posea cierta relativa independencia, no deja de ser una parte de la Administración Pública implicada.

Por último, debemos hacer referencia a aquellos arbitrajes en los que una Administración Pública es parte en posición de igualdad con respecto de la contraparte. La jurisprudencia ha declarado que una Administración Pública puede ser parte en un arbitraje, siempre y cuando el mismo verse sobre la actividad de la misma sometida al Derecho privado  . Sin embargo, no sería posible el sometimiento a arbitraje de aquellos actos administrativos que se hubieran dictado en el ejercicio de potestades de Derecho Público. Todo ello a salvo de que por Ley se pudiera establecer un régimen diferente en orden a descargar de trabajo a los tribunales contencioso-administrativos.

Este sometimiento de la Administración al arbitraje, tiene una importancia destacada en el ámbito del arbitraje internacional. En defecto de jurisdicción internacional, es relativamente frecuente que los Estados entre sí o en relación con otras personas jurídicas de otra nacionalidad y al margen del ejercicio de su propia soberanía decidan someterse a arbitraje.

En este sentido, el artículo 2.2 de la vigente Ley de Arbitraje dispone que “Cuando el arbitraje sea internacional y una de las partes sea un Estado, o una sociedad, organización o empresa controlada por un Estado, esa parte no podrá invocar las prerrogativas de su propio derecho para sustraerse de las obligaciones dimanantes de la Corte Arbitral”. Dado el tenor del precepto transcrito, podemos afirmar que en este caso sí nos encontraríamos ante un verdadero arbitraje, por cuanto se trataría de un método voluntario, contradictorio, heterocompositivo y vinculante.


El arbitraje del artículo 107.2 de la LRJPAC

En el ámbito de la resolución de controversias en las que una Administración Pública sea parte en el ejercicio de potestades públicas, debemos centrarnos en los casos de los supuestos en os que ciertos órganos administrativos ejercen funciones arbitrales o cuasiarbitrales como parte de la resolución de la vía administrativa; así como en la posibilidad de sometimiento de la Administración en materias de Derecho Público al arbitraje propiamente dicho.

Pues bien, y respecto del primer caso reseñado, el artículo 107.2 de la LRJPAC establece un método de resolución de conflictos previo a la vía jurisdiccional, al disponer que “Las leyes podrán sustituir el recurso de alzada, en supuestos o ámbitos sectoriales determinados, y cuando la especificidad de la materia así lo justifique, por otros procedimientos de impugnación, reclamación, conciliación, mediación y arbitraje, ante órganos colegiados o comisiones específicas no sometidas a instrucciones jerárquicas, con respeto a los principios, garantías y plazos que la presente Ley reconoce a los ciudadanos y a los interesados en todo procedimiento administrativo.
En las mismas condiciones, el recurso de reposición podrá ser sustituido por los procedimientos a que se refiere el párrafo anterior, respetando su carácter potestativo para el interesado.
La aplicación de estos procedimientos en el ámbito de la Administración Local no podrá suponer el desconocimiento de las facultades resolutorias reconocidas a los órganos representativos electos establecidos por la Ley”.

A este respecto, la disposición transcrita establece la posibilidad de que por una norma de rango legal, se puedan sustituir los recursos administrativos correspondientes por otros procedimientos tendentes a la resolución del conflicto para determinados ámbitos sectoriales determinados. Sin embargo, la aplicación del citado artículo presenta diversas cuestiones que merecen ser aclaradas.

En primer lugar, el precepto establece una reserva legal para el establecimiento de tales procedimientos. La primera cuestión que se puede plantear al respecto es si nos encontramos ante una reserva de Ley estatal o si bastaría con una Ley autonómica. A este respecto, CANAL MUÑOZ e IBÁÑEZ BUÍL , se han manifestado partidarios respecto de que sería precisa una Ley Estatal. A su juicio, debe entenderse reservada a la competencia estatal, ex artículo 149.1.18 de la Constitución, cualquier disposición en materia de procedimiento administrativo.

Por su parte, GRANADO HIJELMO , considera que atendiendo a la habilitación que se realiza por la propia LRJPAC, la reserva legal se vería colmada mediante la aprobación de una Ley Autonómica. Lo cierto es que, con independencia de una interpretación más o menos rigorista a este respecto, el realismo jurídico nos dice que esta segunda opción es la que se está aplicando en la generalidad de los casos; así en el caso del Tribunal de Arbitraje de Navarra, o del Tribunal de Arbitraje de Andalucía.

Por otra parte, el artículo 107.2 de la LRJPAC dispone que esos métodos alternativos para la resolución de conflictos sustituirían a los correspondientes recursos de alzada y reposición. En el segundo párrafo del precepto, y respecto del recurso de reposición, se establece que habrá de respetar el carácter potestativo para el interesado.

De este inciso, TRAYTER , interpreta que estos recursos, dada su naturaleza de ADR, han de ser en todo caso optativos para el administrado. No obstante, de la literalidad del precepto no podemos concluir tal cosa, sino respecto únicamente del método de resolución de conflictos que sustituyera al recurso de reposición, dado también el carácter potestativo de éste.

A su vez, el referido artículo 107.2 se refiere a que tales sistemas alternativos se aplicarían respecto a ámbitos sectoriales determinados y cuando la especificidad de la materia así lo justifique. No acabamos de comprender cuál es la virtualidad de tal inciso, por cuanto tratándose tal definición de tales ámbitos sectoriales determinados de un concepto jurídico indeterminado, habrá de quedar a criterio del legislador respecto qué sectores se aplicarían estos métodos alternativos. Únicamente tal inciso serviría para definir que estos sistemas alternativos no se habrán de establecer para la generalidad de los procedimientos administrativos, sino sólo para aquellos que se considere conveniente.

Asimismo, el artículo 107.2 se refiere a procedimientos de impugnación, reclamación, conciliación y arbitraje. Sin embargo, entendemos que desde una perspectiva estrictamente jurídica, la ambivalencia de los antedichos términos no debe ocultar que cualquier actividad tendente a la resolución de conflictos ha de conceptuarse como una impugnación, dado el carácter revisor que la dinámica del procedimiento administrativo a partir de la teoría del acto se sigue en la Administración europea continental.

Por lo tanto, aún cuando estuviésemos hablando de arbitraje, no estaríamos hablando de un arbitraje stricto sensu; ya que aunque la resolución quedase en manos de terceros, el laudo arbitral en ningún caso sería homologable a una resolución judicial, sino a una resolución administrativa.

Dispone, por otra parte, el precepto de la LRJPAC que el método alternativo de resolución de conflictos se sustanciaría ante órganos colegiados o comisiones no sometidas a instrucciones jerárquicas. Nada se establece en contrario, pero podríamos preguntarnos si tales funciones de mediación o arbitraje se podrían encomendar a una entidad de Derecho privado de de carácter mixto.

De una primera interpretación, y posiblemente de acuerdo con la interpretación auténtica del citado artículo, el mismo se estaría refiriendo siempre a órganos de carácter administrativo, por cuanto las potestades públicas no pueden ser ejercitadas por personas de naturaleza privada o mixta. Sin embargo, dada la naturaleza heterocompositiva de los ADR, nada obstaría a que una institución arbitral de Derecho privado, pudiera entrar a conocer controversias administrativas en materia de Derecho Público, siempre y cuando la norma con rango legal habilitante así lo estableciese.

Por último, el inciso final del artículo 107.2 de la LRJPAC se refiere a que la adopción de estos métodos alternativos, en el ámbito de la Administración Local, no podrá suponer el desconocimiento de las facultades resolutorias reconocidas a órganos representativos electos establecidos por la Ley. El significado de esta disposición podría entenderse en el sentido de que lo establecido en la mismo no podría ser de aplicación a la Administración Local, dado que la práctica totalidad de los recursos administrativos en su caso se interponen ante órganos representativos electos establecidos por la Ley. Podría entenderse que simplemente se referiría a los órganos de representación, esto es los correspondientes Plenos, pero no respecto de los órganos ejecutivos unipersonales o colectivos. Por último, podría tratarse de una cláusula de estilo que, atendiendo a la naturaleza política de los órganos decisorios de la Administración Local, la adopción de los acuerdos sobre resolución de conflictos se realizase siempre en nombre de los mismos.

Pues bien, de todo lo expuesto hasta aquí, se puede contemplar el ámbito normativo vigente en materia de actividad arbitral de la Administración: la vigente Ley de Arbitraje para el sometimiento de aquellas actuaciones administrativas en materia de Derecho privado, la actividad sectorial arbitral de la Administración, y la previsión del artículo 107.2 de la LRJPAC que permite el establecimiento de una actividad cuasiarbitral de la Administración en el procedimiento administrativo en vía de recurso.



Propuestas

Ante la vigente situación de colapso administrativo y judicial, han de establecerse medios que permitan agilizar la resolución de las controversias que se susciten entre la Administración y los administrados. No sólo los ciudadanos vemos sometidos nuestros intereses a demoras de incluso decenas de años que no tenemos el deber jurídico de soportar, sino que nos encontramos con que tal situación es antieconómica para el conjunto de la sociedad, y supone una nefasta asignación de nuestros recursos.

Por todo ello, los ADR se presentan como métodos que han de ser tenidos muy en cuenta en la resolución de los conflictos en el futuro. Si ya instituciones como el arbitraje tienen una importancia capital y cada vez más creciente en ámbitos como el Derecho mercantil, el Derecho Público no debe permanecer ajeno a tal circunstancia, salvo que criterios legales de racionalidad administrativa así lo aconsejen.

En el marco de esta perspectiva, y desde mi experiencia en el ámbito de los tribunales contencioso-administrativos, me voy a permitir realizar unas propuestas que en forma de aportaciones, espero que puedan servir para ayudarnos a todos a repensar en la futura evolución de nuestras instituciones.

En primer lugar, considero que sería necesario desarrollar el artículo 107.2 de la LRJPAC, en el sentido de crear una institución que con fines cuasiarbitrales, y disfrutando de una relativa autonomía en el seno de la Administración, pudiera reducir significativamente el número de recursos contencioso-administrativos interpuestos frente a actuaciones públicas. Aquéllos que trabajamos en el día a día del quehacer administrativo, sabemos que la práctica totalidad de los recursos de alzada y de reposición interpuestos son desestimados por sistema, y en muchos casos nunca llegan a ser resueltos de manera expresa.

La existencia de una instancia administrativa que diera una respuesta realmente fundada a las reclamaciones de los administrados, sin duda reduciría considerablemente el número de recursos contencioso-administrativos interpuestos, todo ello en beneficio del más adecuado funcionamiento de la Administración Pública y del interés de la generalidad de los ciudadanos.

Tal ha sido el caso del Tribunal Administrativo de Navarra. Esta institución, dependiente de la Administración autonómica es competente para resolver los recursos administrativos interpuestos frente a actos de las entidades locales navarras. En la práctica, la existencia del Tribunal ha supuesto una reducción muy significativa del número de procedimientos contencioso-administrativos , que implicando una menor litigiosidad de la actuación administrativa, también han supuesto una importante descarga de trabajo para los Juzgados y Tribunales en el ámbito de la Comunidad Foral de Navarra.

Como una experiencia semejante, está previsto que se constituya el Tribunal Administrativo de Andalucía. Se trataría de un único órgano, parte de la Administración autonómica andaluza, y que no tendría dependencia jerárquica de los órganos cuyos actos corresponde revisar. Tendría competencia para la resolución de los recursos administrativos interpuestos frente a actos de la Administración autonómica. Mediante su creación se pretende descargar significativamente de trabajo a los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa en Andalucía, y en particular, al Tribunal Superior de Justicia.

Por otra parte, como hemos comentado anteriormente, cabría preguntarse si sería posible que esos órganos colegiados o comisiones específicas no sometidas a instrucciones jerárquicas a que se refiere el artículo 107.2 de la LRJPAC tuvieran una naturaleza privada o cuando menos mixta. Es decir, ¿sería posible que estas funciones revisoras las llevara a cabo una Corte arbitral de naturaleza institucional que no formara parte de la propia Administración?

En el caso de que la Ley que estableciese el método alternativo de resolución de disputas del artículo 107.2, así lo dispusiese expresamente, en principio nada lo impediría. Podría entenderse que por tratarse de potestades públicas, no podrían las mismas ser objeto de ADR, por no tratarse de materias de carácter dispositivo; pero ha de tenerse en cuenta que tal cuestión viene determinada por el Derecho positivo vigente, que si se expresase en contrario, entendemos que perfectamente sería admisible en Derecho que un órgano de naturaleza privada o mixto, siempre que cumpliera los requisitos legales que se establecieran al efecto, pudiera resolver las reclamaciones administrativas de los ciudadanos, siempre por supuesto con sujeción al principio de legalidad.

En segundo lugar, se podría modificar la vigente Ley de Arbitraje, en el sentido de poder someter determinadas cuestiones de Derecho Público, al arbitraje institucional en el sentido estricto del término. Tal reforma tendría que ser formalizada, evidentemente mediante la aprobación de una norma con rango de Ley estatal. En este sentido, el Consejo de Estado francés ha venido reconociendo desde antiguo la posibilidad de que el propio Estado sea parte en un procedimiento arbitral .

En efecto, la idea de que la propia Administración, pueda ser en el ejercicio de su propio imperium, sujeto de un arbitraje institucional, en nada limitaría la soberanía del Estado; ya que la misma se sometería a arbitraje de acuerdo con las disposiciones legales vigentes aprobadas por los propios poderes el Estado. Asimismo, el laudo arbitral tendría que ser fundado en Derecho, con estricto respeto al principio de legalidad.

Por ello, la cuestión es si puede dejarse la resolución de controversias de Derecho público, a instituciones arbitrales que por su naturaleza puedan tener carácter privado o mixto. La cuestión estribará en que tales instituciones tengan la fiabilidad o la credibilidad suficiente para confiarles tal misión. En caso de que así sea, y exista disposición legislativa expresa, no existen motivos objetivos que permitieran proscribir tal posibilidad.

De hecho, no es nueva la reticencia respecto de la intervención de las personas privadas en el ejercicio de las potestades públicas. Tal desconfianza, entiendo que pueda estar justificada en ciertos caso, pero no supondría un obstáculo insalvable si se estableciese normativamente unos determinados requisitos que deberían cumplir las instituciones arbitrales.

Pensemos, por ejemplo, en la docencia universitaria. Actualmente nadie pone en duda que una Universidad privada pueda impartir docencia y expedir títulos universitarios. Tal cuestión no siempre fue así en el pasado, y desde perspectivas del liberalismo radical en el siglo XIX, se entendía que la Universidad debería ser una potestad exclusiva del Estado . Puede que en relación con el arbitraje pueda suceder otro tanto.

En realidad, el proyecto de Ley de reforma de la vigente Ley de Arbitraje, establece la conciliación previa en el ámbito del procedimiento contencioso-administrativo. Ciertamente, no estamos hablando del sometimiento de la actividad administrativa al arbitraje institucional, pero sí de la aplicación de un ADR en el seno del procedimiento judicial administrativo; cuestión que hasta hace poco tiempo hubiera parecido meramente ilusoria.

En cualquier caso, para el establecimiento de un posible arbitraje institucional que pudiera resolver disputas de Derecho Público, el mismo se debería desarrollar ante instituciones que reunieran la suficiente solvencia. Tal control se podría conseguir a través de la creación de un registro público de las instituciones arbitrales, que habrían de cumplir unos determinados requisitos, y que estarían sujetas al control administrativo del cumplimiento de los mismos.

Por último, esta posibilidad de sometimiento a arbitraje institucional de las disputas entre la Administración y los administrados, debería tener un carácter voluntario para el interesado, que se haría en todo caso cargo de los gastos correspondientes al arbitraje, sin perjuicio de la imposición de costas procesales que se realizase en aplicación de las normas procesales. Aún a pesar del coste que pudiera tener el arbitraje para el administrado, sería sin duda una opción más deseable que ver como una impugnación en vía contencioso-administrativa se puede demorar durante incluso décadas.

Por tanto, nos encontraríamos ante la posibilidad de que los administrados para la impugnación de actos administrativos que pusieran fin a la vía administrativa, pudieran optar alternativamente por la interposición del correspondiente recurso contencioso-administrativo ante la jurisdicción ordinaria o ante un arbitraje institucional ante una institución arbitral debidamente homologada a tales efectos por la Administración Pública, haciendose el administrado cargo de los costes del arbitraje. El laudo que dictase la institución arbitral, sería vinculante para ambas partes, reduciendo significativamente los plazos de resolución del pleito así como la carga de los Juzgados y Tribunales del orden contencioso-administrativo.


Conclusiones

El actual colapso de los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa, ya que supone un tortuoso peregrinaje jurídico para los administrados, y una nefasta asignación de los recursos a nivel social, puede ser mitigado mediante la adopción de los ADR para la resolución de los conflictos entre la Administración y los administrados.

Para ello, se podría desarrollar la disposición contenida en el artículo 107.2 de la LRJPAC, en el sentido de establecer una instancia administrativa, que siendo resuelta por un órgano con suficiente independencia, y no sometido a dependencia jerárquica, pudiera resolver los recursos de alzada y reposición que se le sometiesen de un modo fundado en Derecho, al objeto de reducir el número de recursos contencioso-administrativos interpuestos.

Adicionalmente, sería recomendable que se aprobara una modificación de la vigente Ley de Arbitraje, en el sentido de que el arbitraje institucional pudiera aplicarse a aquellas cuestiones de Derecho Administrativo que se determinasen, como opción equivalente al recurso contencioso-administrativo y ante las instituciones arbitrales que la propia Administración homologase a través del correspondiente procedimiento administrativo.

No obstante, no me cabe la menor duda de que todas estas propuestas están condenadas a ser objeto de numerosas reticencias. A las suspicacias que podría causar la intervención de instituciones de Derecho privado o naturaleza mixta en la revisión del ejercicio de potestades administrativas, se uniría la tradicional dificultad que ha tenido la aplicación de ADR a aquellos conflictos en los que una parte es una persona jurídico-pública.

A este respecto, LEON , ha señalado algunos motivos por los que resulta especialmente complicado la aplicación de un ADR cuando una de las partes es un Estado soberano, y así: porque la adopción de decisiones por la parte es compleja, porque pueden cambiar los gobernantes del Estado durante el desarrollo del ADR, porque el Gobierno y la Administración pueden representar intereses contradictorios, porque los Estados en su ámbito interno suelen tener privilegios procesales y potestades exorbitantes, porque los poderes judiciales de los Estados pueden no ser verdaderamente independientes, porque un Estado siempre puede tener poder suficiente para influir de alguna manera en el arbitraje, entre otras.

En resumen, para la aplicación de los ADR a los actos de la Administración sometidos al Derecho Público, habrían de vencerse  numerosos reparos y reticencias. En caso de que eso fuese posible, no cabe duda de que podría ser una buena forma de reducir la sobrecarga de nuestros tribunales de justicia. Por otra parte, y ante la realidad actual, no adoptar medidas enérgicas y eficaces significaría negar la justicia a los administrados, como ha reconocido nuestro Tribunal Constitucional,  y a este respecto debemos recordar que como resumía con maestría VON IHERING , “el Derecho que no lucha contra la injusticia se negaría a sí mismo”.

viernes, 16 de diciembre de 2011

La intervención en la economía de la Administración Local y la defensa de la competencia



El Artículo 38 de la Constitución reconoce la libertad de empresa en el marco de una economía de mercado y la garantía y protección de la misma por los poderes públicos, de acuerdo con las exigencias de la economía en general y de la planificación.

      La existencia de una competencia efectiva entre las empresas constituye uno de los elementos definitorios de la economía de mercado, disciplina la actuación de las empresas y reasigna los recursos productivos en favor de los operadores o las técnicas más eficientes. Esta eficiencia productiva se traslada al consumidor en la forma de menores precios o de un aumento de la cantidad ofrecida de los productos, de su variedad y calidad, con el consiguiente incremento del bienestar del conjunto de la sociedad.

      En este contexto, existe un acuerdo generalizado con respecto a la creciente importancia de la defensa de la competencia, que se ha consolidado como uno de los elementos principales de la política económica en la actualidad. Dentro de las políticas de oferta, la defensa de la competencia complementa a otras actuaciones de regulación de la actividad económica y es un instrumento de primer orden para promover la productividad de los factores y la competitividad general de la economía.

Sin embargo, hemos venido observando, como en los últimos tiempos han proliferado determinadas actuaciones por parte de las Administraciones Públicas; en concreto las Administraciones Municipales, a través de las que se han venido prestando servicios, en concurrencia con las empresas privadas. Es el caso de la prestación de servicios y explotación de instalaciones, como los gimnasios, o las clases de idiomas extranjeros, que habían sido explotados tradicionalmente en el ámbito de la empresa privada.

Cabe preguntarse si tal prestación, habiendo estado cubiertas las necesidades de tales servicios por las empresas privadas presentes en un determinado ámbito del mercado, se justifica, especialmente si ofrecen los mismos a precios sensiblemente inferiores e incluso a coste cero, sobre la base de la financiación de actividades por el sector público.

En concreto, habremos de estudiar si tal actuación administrativa puede entenderse compatible con la libertad de empresa en una economía de mercado, que consagra el artículo 38 de nuestra Constitución, y las normas vigentes en materia de defensa de la competencia.

En los últimos tiempos, las Administraciones Locales, se han mostrado tendentes a intervenir y a prestar servicios en cada vez más variopintos sectores de la actividad económica, sin importarle que tales servicios estuvieran cubiertos anteriormente por operadores jurídico-privados.

Por su parte, las resoluciones administrativas y judiciales en materia de defensa de la competencia que se han dictado hasta la fecha, quizá por tener un afán excesivamente protector de los intereses públicos, no han sabido establecer un criterio que limite de algún modo la patente de corso de la que disfrutan los Concellos en este sentido.

Por ello, pretendemos realizar una pequeña aportación a una materia, que no parece que permitan presentar un futuro demasiado halagüeño para la preservación de la competencia de nuestros mercados y de la libertad de empresa que nuestra Constitución consagra. En las siguientes líneas me permito realizar una interpretación que ponderando los intereses públicos y privados en la controversia que nos ocupa, permita defender una más eficaz defensa de la competencia en el mercado en el ejercicio de los derechos constitucionales de las empresas.


Las conductas colusorias

El artículo 1.1 de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia (en adelante, LDC), dispone que

“Se prohíbe todo acuerdo, decisión o recomendación colectiva, o práctica concertada o conscientemente paralela, que tenga por objeto, produzca o pueda producir el efecto de impedir, restringir o falsear la competencia en todo o parte del mercado nacional y, en particular, los que consistan en:
  1. La fijación, de forma directa o indirecta, de precios o de otras condiciones comerciales o de servicio.
  2. La limitación o el control de la producción, la distribución, el desarrollo técnico o las inversiones.
  3. El reparto del mercado o de las fuentes de aprovisionamiento.
  4. La aplicación, en las relaciones comerciales o de servicio, de condiciones desiguales para prestaciones equivalentes que coloquen a unos competidores en situación desventajosa frente a otros.
  5. La subordinación de la celebración de contratos a la aceptación de prestaciones suplementarias que, por su naturaleza o con arreglo a los usos de comercio, no guarden relación con el objeto de tales contratos”.


   Así, al margen de las disposiciones de la Ley 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal (en adelante, LCD), la propia LDC establece una serie de prácticas denominadas colusorias, que por su propia naturaleza deben considerarse restrictivas de la competencia, si bien no se encuentran reguladas por la LCD.
  
   El anteriormente transcrito artículo 1 de la LDC dispone, en efecto que se prohíbe cualquier acuerdo o decisión que tenga por objeto, produzca o pueda producir el efecto de impedir, restringir o falsear la competencia en un determinado mercado, y en particular, la fijación de precios.

   A la vista del precepto, no cabe la menor duda que en el caso objeto de estudio, la impartición de un determinado servicio de modo gratuito o a bajo coste por una determinada Administración Local, nos encontramos en uno de los casos descritos por el artículo 1.1 de la LDC. En efecto, la decisión municipal produce o al menos puede producir una restricción de la competencia en el sector correspondiente, mediante la fijación de precios.

   A su vez, ha de tenerse en cuenta que el artículo 4 de la misma LDC, bajo el epígrafe de “Conductas exentas por ley”, dispone

“1. Sin perjuicio de la eventual aplicación de las disposiciones comunitarias en materia de defensa de la competencia, las prohibiciones del presente capítulo no se aplicarán a las conductas que resulten de la aplicación de una ley.

2. Las prohibiciones del presente capítulo se aplicarán a las situaciones de restricción de competencia que se deriven del ejercicio de otras potestades administrativas o sean causadas por la actuación de los poderes públicos o las empresas públicas sin dicho amparo legal”.


   Por tanto, la propia Ley establece que las disposiciones en materia de defensa de la competencia se aplicarán a las situaciones de restricción de la competencia que se deriven del ejercicio de potestades administrativas; salvo en el caso de aquellas conductas que resulten de la aplicación de una Ley.

   Pues bien, se podría entender que en el presente caso de estudio, la posición de la Administración actuante vendría avalada por la aplicación de una Ley, las correspondientes disposiciones de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las bases del Régimen Local (en lo sucesivo, LBRL), y la Ley 5/1997, de 22 de julio, de la Administración Local de Galicia (en adelante, LRLG).

   Sin embargo, como expondremos a continuación, las competencias municipales que con carácter genérico establecen las citadas Leyes en materia de educación, no pueden entenderse como habilitación suficiente que pudiera servir de paraguas para evitar la aplicación de las disposiciones de la LDC a la Administración correspondiente.

   Así, hemos de partir de que tanto las disposiciones de la LBRL como de la LRLG, no hacen más que una relación genérica de las competencias municipales, al disponer que podrán realizar actividades complementarias de las competencias propias de otras Administraciones Públicas, en este caso en materia de educación.

   Ya de por sí, se podría discutir si la remisión que hace el artículo 4.1 de la LDC acerca de la habilitación de una Ley, se vería colmada con tales disposiciones de carácter totalmente genérico, o se tendría que tratar de una norma más específica, reguladora de la actividad que se pretendiese desarrollar. Parece más acorde con el espíritu de la norma, esta segunda opción, ya que entender que una mera remisión genérica a las competencias municipales en materia de educación exceptuaría cualquier aplicación de las normas de competencia a la Administración Local en esta materia, sería lo mismo que dar una patente de corso para poder operar con carácter general en contravención de la normativa vigente, cuestión que sería totalmente opuesta al sometimiento de las potestades administrativas al régimen de competencia proclamado por el artículo 4.2  de la LDC.

   Pero en este caso, al margen de tal carácter genérico de la atribución de competencias, hemos de tener en cuenta que la controversia que nos ocupa no es más que un conflicto de intereses entre la Administración municipal, que pretende con sus medidas velar por las finalidades públicas relativas a la educación, y los intereses de las empresas privadas del sector correspondiente, que ante la injerencia de la Administración con la prestación de servicios a coste cero o bajo coste, ven peligrar su posición competitiva en el mercado.

   Por ello, no se debe perder de vista, que el derecho a la libertad de empresa en el seno de la economía de mercado es un derecho constitucional consagrado en el artículo 38 de la Constitución Española. Es decir, la posición en el mercado de las empresas no se debe únicamente a las disposiciones que en materia de competencia haya aprobado el legislador estatal o autonómico, sino que emanan en calidad de derecho subjetivo de la propia Constitución.

   En este sentido, el artículo 53.1 de la Constitución establece que

“Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del presente Título vinculan a todos los poderes públicos. Sólo por Ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades que se tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161.1.a”.

   En consecuencia, y de acuerdo con el precepto constitucional transcrito, sólo por Ley se podrá regular el ejercicio de los derechos constitucionales reconocidos en el Capítulo II del Título I de la Constitución, y en consecuencia cualquier limitación a tales derechos habrá de formalizarse a través de la correspondiente norma con rango de Ley.

   Así, dado que el derecho a la libertad de empresa en el seno de la economía de mercado se trata de un derecho comprendido en el Capítulo II del Título I de la Constitución, solo mediante una Ley podrá limitarse el ejercicio de tal derecho. Efectivamente, la propia Constitución reconoce en su artículo 128 la iniciativa pública en la actividad económica, pero de acuerdo con lo dispuesto en el Título VII de la Constitución y a través de la normativa de rango legal reguladora de la intervención pública en los respectivos mercados.

   Por lo tanto, en el presente caso, nos encontramos con que una Administración municipal, con base en la habilitación que de manera genérica y de modo residual le reconoce la normativa sobre Administración Local, está interviniendo en un determinado sector del mercado, en clara vulneración del derecho a la libertad de empresa que reconoce el artículo 38 de la Constitución, sin que tal restricción del derecho de las empresas venga avalado por norma de rango legal alguna.

   De hecho, no es que la Administración municipal no pueda intervenir en un determinado sector económico, cosa que está fuera de toda duda; sino que cuando tal intervención cause una restricción de la competencia, y por ende una vulneración de la libertad de empresa en la economía de mercado, ha de hacerlo de acuerdo con una disposición con rango de Ley que habilite a la Administración actuante a tales efectos.

   Ha de tenerse también en cuenta que el artículo 6 del Decreto de 17 de junio de 1955, por el que se aprueba el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales, dispone que

1. El contenido de los actos de intervención será congruente con los motivos y fines que los justifiquen.
2. Si fueren varios los admisibles, se elegirá el menos restrictivo de la Libertad individual”.

   Pues bien, atendiendo a que la disposición reglamentaria citada se encuentra vigente en materia de régimen local, la Administración municipal actuante debió haber optado por algún otro medio para cumplir sus fines de naturaleza pública sin por ello vulnerar los derechos constitucionales de las empresas.

   Ya el propio Tribunal Galego de Defensa da Competencia ha señalado que “Dito o anterior, e co máximo respecto á autonomía municipal, este Tribunal desexa subliñar, en relación á actuación de determinadas Administracións Locais en ámbitos nos que está presente a iniciativa privada, a conveniencia de que tales administracións consideren os efectos das súas condutas na competencia efectiva dos mercados, pois se ben é certo que deben protexer os intereses públicos nos seus ámbitos de actuación, tamén o é que deben contribuir a protexer o ben público da existencia dunha competencia efectiva nos mercados”.
   Y que “Malia o anterior, resulta pertinente sinalar de novo a conveniencia de que as Administracións Locais avalíen o efecto dos procedementos seguidos na adxudicación de servizos públicos dende a perspectiva da competencia, de xeito que os mesmos non distorsionen, ou distorsionen o menos posible, a situación do mercado do servizo correspondente. (…)”.

   Así, el propio Tribunal Galego de Defensa de la Competencia ha reconocido que la actuación municipal en tales casos, causa una evidente injerencia en el mercado, que puede entenderse como una medida restrictiva de la competencia, y que disponía de otras alternativas para el cumplimiento de los mismos fines que no resultarían restrictivas de la competencia, y en consecuencia de los derechos y libertades constitucionales.

    La cuestión reside, por lo tanto, en determinar si el hecho de que la Administración municipal esté actuando sobre la base de prerrogativas de carácter público justifica que no resulte de aplicación el régimen de competencia. En este sentido, y de acuerdo con lo expuesto, razonamos:

a)    No puede entenderse que la actuación en este caso de la Administración Municipal, esté suficientemente avalada porque las normas con rango de Ley en matería de régimen local establezcan una competencia genérica y residual con respecto de las restantes Administraciones Públicas en materia de régimen local.

b)    Tal circunstancia, resulta especialmente acreditada en la medida en que la actuación resulta restrictiva de un derecho constitucional, y sin que haya ninguna disposición con rango legal que permita la actuación municipal en tal restricción (art. 53.1 CE).

c)    Y que las Administraciones Locales adoptan medidas de carácter anticompetitivo cuando podía haber adoptado otras que sin vulnerar la competencia en el mercado ni los derechos constitucionales de las empresas, podrían haber servido para cumplir los mismos fines, vulnerándose por lo tanto lo dispuesto en el artículo 6 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales.

   De acuerdo con lo expuesto, entiendo que la actividad de una Administración Local en tal sentido, no puede entenderse como excepcionada del régimen vigente en materia de defensa de la competencia, por lo que en aplicación del artículo 1 de la LDC, podría ser declarada como práctica colusoria a los efectos legales oportunos.


Aplicación de la Ley de Competencia Desleal

El artículo 2 de la LCD establece que

“1. Los comportamientos previstos en esta Ley tendrán la consideración de actos de competencia desleal siempre que se realicen en el mercado y con fines concurrenciales.

2. Se presume la finalidad concurrencial del acto cuando, por las circunstancias en que se realice, se revele objetivamente idóneo para promover o asegurar la difusión en el mercado de las prestaciones propias o de un tercero”.

Pues bien, de acuerdo con el citado precepto, se establece una presunción de la finalidad concurrencial del acto en cuestión, cuando se revele objetivamente idóneo para promover o asegurar la difusión en el mercado de las prestaciones propias o de un tercero.

En diversas resoluciones, el Servicio y el Tribunal Galego de Defensa de la Competencia, han venido entendiendo que no podía entenderse que la Administración municipal podía tener finalidad concurrencial en la actuación en cuestión.

Así, el Servicio, afirma que “Aquí non pode decirse que o Concello actúe con fin concurrenciais, é dicir con intención de prexudicar ós operadores privados que ofertan os mesmos servizos, promovendo as súas propias prestacións”.

Sin embargo, el transcrito artículo 2 de la LDC dispone que se presume la finalidad concurrencial siempre que de modo objetivo la practica anticompetitiva se revele idónea para promover o asegurar la difusión en el mercado de las prestaciones propias o de un tercero.

En este sentido, hemos de partir de que una actuación llevada a cabo por una Administración Local, prestando un servicio de modo gratuito o a bajo coste a una generalidad de personas; objetivamente se revela idónea para colocar a las empresas del sector correspondiente en una situación de evidente desventaja competitiva, asegurando la difusión en el mercado de las prestaciones de una empresa, en este caso la contratista prestadora de los servicios municipales.

No cabe duda alguna, que desde un punto de vista meramente objetivo la práctica municipal, debe presumirse concurrencial. De hecho, el único criterio seguido por el Servicio y el Tribunal Galego de Defensa de la Competencia para entender que la actuación en cuestión no tenía fines concurrenciales, es la propia naturaleza pública del sujeto en cuestión, al tratarse de una Administración municipal.

Sin embargo, el tenor del artículo 2 de la LCD es claro; estableciendo una presunción del carácter concurrencial para el caso de que objetivamente las prácticas puedan resultar  promover o asegurar la difusión en el mercado de las prestaciones propias o de un tercero. Efectivamente el precepto, se refiere a criterios objetivos que son los que han de ponderar el Servicio y el Tribunal a la hora de aplicar la Ley, mientras que en este caso se han seguido criterios meramente subjetivos. El hecho de que el sujeto fuera una Administración Pública ya ha venido implicando de por sí la ausencia de carácter concurrencial en la actuación.

A mi modo de entender, tal apreciación aparte de resultar equívoca, es contraria a la arquitectura de todo el sistema de defensa de la competencia, por cuanto tanto el artículo 4 de la LDC como el artículo 3 de la LCD disponen que tales disposiciones habrán de ser aplicables con independencia de la naturaleza del sujeto que lleve a cabo las prácticas, como así se ha venido reconociendo por el Tribunal Galego de Defensa de la Competencia y la Comisión Nacional de la Competencia.

No obstante, si entendemos que las disposiciones en materia de competencia resultan de aplicación sin duda alguna a las Administraciones Públicas, no tiene sentido que luego apliquemos la Ley afirmando que no puede presumirse fin concurrencial en cuanto nos encontremos ante una Administración Local, ya que en tal caso, estaríamos invirtiendo la presunción establecida por la Ley, y dejando sin contenido la aplicación de tales disposiciones a todas las personas del sector público.

Por todo ello, esta parte respetuosamente entiende que una actuación llevada a cabo por una Administración municipal en perjuicio de otros operadores privados del mercado, debe entenderse con fines concurrenciales, en tanto la citada persona jurídico-pública no demuestre lo contrario, con lo que resultaría sin duda de aplicación lo dispuesto en la LCD.

En este sentido, debemos tener en cuenta que el artículo 15 de la LCD dispone que

“1. Se considera desleal prevalerse en el mercado de una ventaja competitiva adquirida mediante la infracción de las leyes. La ventaja ha de ser significativa.
2. Tendrá también la consideración de desleal la simple infracción de normas jurídicas que tengan por objeto la regulación de la actividad concurrencial”.

Pues bien, de acuerdo con lo expuesto, entendemos que la Administración Local en un caso como el planteado, se habría prevalido de sus prerrogativas administrativas para intervenir en un determinado sector del mercado, en franca vulneración de la legislación vigente. Ello de acuerdo con lo razonado más arriba, y dado que no puede entenderse que la actuación en este caso de la Administración Municipal, esté suficientemente avalada porque las normas con rango de Ley en matería de régimen local establezcan una competencia genérica y residual con respecto de las restantes Administraciones Públicas en materia de régimen local.

En efecto, tal circunstancia, resulta especialmente acreditada en la medida en que la actuación resulta restrictiva de un derecho constitucional, y sin que haya ninguna disposición con rango legal que permita la actuación municipal en tal restricción (art. 53.1 CE). Y que las Administraciones Locales adoptan medidas de carácter anticompetitivo cuando podía haber adoptado otras que sin vulnerar la competencia en el mercado ni los derechos constitucionales de las empresas, podrían haber servido para cumplir los mismos fines, vulnerándose por lo tanto lo dispuesto en el artículo 6 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales.

Por lo tanto, la intervención municipal, en vulneración de las disposiciones invocadas, supondría una ventaja significativa para la empresa adjudicataria del contrato correspondiente así como una regulación de la actividad concurrencial de dicho mercado, por lo que debe reputarse como conducta anticompetitiva y desleal de acuerdo con el artículo 15 de la LCD.

Conclusiones

A la vista de lo expuesto, en los últimos tiempos la Administración municipal se ha excedido en su intervención en mercados, en los que estando la demanda perfectamente satisfecha por el sector privado, se han ocasionado restricciones a la competencia.
 Asimismo, entiendo que las Administraciones municipales podrán intervenir únicamente en aquellos casos en los que estén específicamente habilitadas por una norma con rango de Ley, y de acuerdo con el principio de subsidiariedad, osea del modo que sea menos restrictivo para la competencia en el mercado.
            Por último, las disposiciones sobre defensa de la competencia y competencia desleal entiendo serían de aplicación al caso en cuestión, por lo que la Administración local podría incurrir en ilícito competencial.
            En definitiva, las Administraciones Públicas deberían ponderar con mejor criterio su intervención cuando la misma pueda producir distorsiones en el mercado, ya que la libertad de empresa y la defensa de la competencia son dos piedras angulares de nuestro sistema jurídico y económico.

Ferrol, diciembre de 2010

Cristóbal Dobarro Gómez (*)
*Abogado